domingo, 8 de abril de 2012

Prólogo.


No dejé de correr. Corría, corría sin mirar atrás. Sin mirar por dónde iba, cegada por las lágrimas que anegaban mis ojos. "¿Qué he hecho yo para merecer esto?" era la pregunta que últimamente había rondado mis pensamientos. Yo era feliz. Yo fui feliz.
Recuerdo cuando era niña y todavía vivía en California. Una bonita casa de dos pisos y en primera línea de playa era la que me recogía cada noche. Mi madre todavía era hermosa, y en su rostro sin arrugas siempre estaba dibujada una sonrisa. Recuerdo regresar corriendo de la escuela, tan sólo porque quería abrazarla e inspirar profundamente mientras apoyaba mi cabeza sobre su pecho, respirar ese elegante aroma que desprendía su perfume. Que me hiciera cosquillas después y, entre risas, me llevara en volandas hasta la mesa para darme la merienda. Pan con chocolate y un zumo de naranja. El manjar de los dioses para mí. Y mientras yo, hambrienta, comía con avidez, ella me contaba historias de príncipes, princesas, de magos y brujas, de reyes y reinas. Historias fantásticas, de guerras o de amor. Sí, definitivamente, esas eran mis favoritas.
Después llegaba papá, con su rostro cansado de tanto trabajar, pero sin faltar nunca una enorme sonrisa que me regalaba a mí. A su hija. A la niña de sus ojos. Me llenaba la cara de besos, pinchándome a veces con su barba de tres días. Pero eso era lo de menos, porque después se llevaba una mano al enorme bolsillo de su abrigo y sacaba de él una chocolatina. Chocolate con leche y caramelo. Mi favorita. Y así, entre risas, juegos y cosquillas, ellos me hacían la persona más feliz del mundo.
¿Por qué todo había cambiado? ¿Por qué no pudimos volver a ser felices jamás? Esas eran mis preguntas constantes, preguntas que yo había tratado de responder por mí misma, día a día, durante casi seis años. Preguntas para las que apenas había encontrado una respuesta coherente.
Seguía corriendo. No pensaba parar. Pensaba seguir hasta que las piernas me fallasen, eso lo tenía muy claro.
Pero, fue pensarlo, y ocurrió. Supongo que un vestido roto y las heridas que me hacían las pequeñas piedras del suelo en los pies no ayudaban. Caí al suelo, golpeando mi cabeza contra una raíz que salientaba del pie de un árbol. Todo se volvió borroso entonces, una mezcla de lágrimas, dolor y confusión. Y mientras la brisa helada de aquella fría noche de finales de septiembre recorría mi cuerpo centímetro a centímetro, yo me repetía aquella misma pregunta: "¿Qué he hecho yo para merecer esto?".

1 comentario:

  1. Dios!
    Chica pero como me dejas así porfavor siguela por lo que mas quieras, si no vendre a tu casa y te obligare a hacerlo y si te opones te mato okno' jajaajajaja que si no me quedo sin novela.
    Pero siguela que me muero de la intriga

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